miércoles, 9 de julio de 2025

De la Reconstrucción a la Reconciliación Nacional. Una tarea pendiente

 A lo largo de su historia republicana, el Perú ha atravesado momentos críticos que han puesto en cuestión no solo la estabilidad de sus instituciones, sino también los fundamentos del vínculo entre el Estado y la sociedad. Entre estos momentos, dos procesos marcan hitos claves en la formación del imaginario nacional: la Reconstrucción Nacional de fines del siglo XIX, luego de la guerra con Chile, y el proceso de Reconciliación Nacional iniciado tras el conflicto armado interno de 1980-2000. El primero, conceptualizado por el historiador Jorge Basadre, alude a una etapa de recuperación institucional, económica y moral del país tras la derrota y ocupación, y dio lugar a las primeras grandes reflexiones sobre el desarrollo, la ciudadanía y la nación. En ese contexto surgieron las bases ideológicas de los partidos políticos modernos del siglo XX, con figuras como Víctor Raúl Haya de la Torre, José Carlos Mariátegui y Victor Andrés Belaúnde, quienes, desde distintas visiones, propusieron proyectos de país con vocación integradora.

El segundo proceso, la Reconciliación, se refiere al esfuerzo de verdad, justicia y memoria impulsado tras dos décadas de violencia política. La Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) buscó no solo esclarecer los hechos ocurridos durante el conflicto armado, sino también sentar las bases para una convivencia democrática fundada en el reconocimiento del otro, la dignidad de las víctimas y la no repetición de la violencia.

El Perú se encuentra nuevamente ante una encrucijada histórica y más aún ante un próximo proceso electoral. La inestabilidad política persistente, marcada por enfrentamientos entre poderes del Estado, sucesivas crisis de gobernabilidad, y la incapacidad del sistema político para articular una visión compartida de futuro, ha evidenciado la ausencia de condiciones básicas para el funcionamiento de una democracia sólida. La división de poderes se encuentra debilitada; los partidos políticos han perdido su capacidad de representar y organizar a la sociedad; y la ciudadanía expresa, cada vez más, una mezcla de desencanto, apatía y desobediencia civil. En este escenario, se hace urgente no solo una respuesta institucional, sino una reflexión profunda desde las ciencias sociales sobre la necesidad de retomar los grandes hilos que tejieron los procesos de reconstrucción y reconciliación en nuestra historia nacional.

Nuestra perspectiva es que la actual crisis no debe entenderse únicamente como un colapso institucional, sino como un vacío de sentido colectivo. A partir de ello, debemos pensar el presente como un nuevo ciclo histórico que exige tanto reconstrucción, en el sentido basadrino de redefinir un horizonte de país mediante el fortalecimiento institucional y la creación de partidos con vocación nacional, como reconciliación, entendida no como clausura del conflicto, sino como posibilidad de restaurar el tejido social y simbólico a través del reconocimiento, la inclusión y la memoria activa. Exploraremos los vínculos entre crisis política, desafección ciudadana y fragmentación social, con el objetivo de abrir una agenda crítica para el futuro democrático del Perú.


I. Crisis democrática y ausencia de proyeco nacional

La inestabilidad política que atraviesa el Perú no es solo el reflejo de disputas coyunturales entre actores del poder, sino la expresión de una crisis más profunda: la desarticulación del proyecto nacional como referente común. En medio de escándalos de corrupción, uso mafioso de las instituciones, intentos recurrentes de vacancia presidencial y una ciudadanía cada vez más distante de la esfera política, el país parece haber ingresado en una etapa de desconexión estructural entre sociedad e instituciones. No estamos frente a una simple crisis de representación, sino ante el agotamiento del modelo político fundado en la transición democrática del año 2000, cuyo horizonte —la institucionalización de la democracia — ha dejado de responder a las demandas sociales más urgentes: igualdad, reconocimiento, justicia y sentido de comunidad.

Uno de los síntomas más visibles de este agotamiento es la debilitación progresiva de la división de poderes. El Ejecutivo y el Legislativo, lejos de actuar como contrapesos funcionales, han sido escenario de enfrentamientos que paralizan la acción del Estado. La judicialización de la política, el uso instrumental del Tribunal Constitucional y el descrédito del sistema electoral han contribuido a minar la confianza en el Estado de derecho. A la vez, la inestabilidad y precariedad del liderazgo político han hecho inviable la planificación de políticas públicas sostenibles o de mediano plazo.

A ello se suma la crisis del sistema de partidos. Las organizaciones políticas actuales carecen de programas ideológicos claros, bases sociales organizadas o estructura territorial significativa. Funcionan, en muchos casos, como instrumentos electorales al servicio de intereses personales o corporativos. Este fenómeno no es nuevo, pero ha alcanzado niveles alarmantes en la última década. La debilidad partidaria impide construir canales estables de diálogo entre el Estado y la sociedad, y priva al país de una oferta política capaz de representar los intereses diversos de la ciudadanía. A diferencia de los partidos fundados en la primera mitad del siglo XX —como el APRA, Acción Popular o el socialismo mariateguista—, los actuales no ofrecen un horizonte ético ni un proyecto de país inclusivo, y están desvinculados de las experiencias históricas de lucha, identidad o reforma social que en otros tiempos dieron sentido a la acción política.

Desde una perspectiva de las Ciencias Sociales, este panorama puede entenderse como el resultado de una triple fractura: una fractura institucional (pérdida de legitimidad del Estado), una fractura social (aumento de la desigualdad, informalidad y exclusión estructural), y una fractura simbólica (ausencia de narrativas compartidas que den sentido a lo colectivo). Estas fracturas pueden aricularse con el concepto de sociedad desformal desarrollado por el sociólogo franco-peruano Danilo Martuccelli, quien señala que vivimos en un tiempo en que las formas institucionales, legales y simbólicas que antes organizaban la vida social se han debilitado o han perdido eficacia como marco regulador de las conductas individuales y colectivas.

Martuccelli plantea que, en contextos como el peruano, la normatividad formal —sea legal, política o cultural— ha sido desplazada por arreglos pragmáticos, informales y fragmentarios, lo que produce una experiencia cotidiana de desorientación, incertidumbre y desconfianza generalizada. Esta desformalización no significa la ausencia de normas, sino su disolución como referencia legítima, coherente y compartida. Las reglas existen, pero no son respetadas ni creídas; las instituciones operan, pero sin generar sentido o autoridad; los discursos circulan, pero sin traducirse en acción colectiva coherente. Esta condición configura una sociedad donde cada individuo debe inventar, negociar o improvisar su lugar en un mundo sin referencias estables.

En este marco, el Perú aparece como un laboratorio de esta sociedad desformal: un país con instituciones formales, pero sin institucionalidad efectiva; con elecciones periódicas, pero sin representación legítima; con crecimiento económico, pero sin cohesión social; con libertad de expresión, pero sin deliberación democrática. El resultado es una ciudadanía atrapada entre el desencanto y la incertidumbre, y un Estado que actúa más como escenario de disputas que como orientador de una voluntad colectiva.

Esta situación exige repensar el significado de la democracia en el Perú más allá de su dimensión procedimental. La democracia no puede limitarse al voto o al cambio periódico de autoridades. Requiere un soporte institucional fuerte, pero también un proyecto compartido de país, construido sobre la base de la inclusión, la equidad y el reconocimiento mutuo. En ese sentido, el llamado a una nueva reconstrucción nacional implica no solo reformas normativas o técnicas, sino una reconstrucción ética, cultural y simbólica que permita articular nuevamente a la sociedad en torno a un horizonte común.


II. Memoria, Justicia y Reconocimiento

Si el concepto de Reconstrucción Nacional remite a la necesidad de rehacer las bases del Estado y del proyecto político luego de una catástrofe como la guerra con Chile, el término Reconciliación Nacional, en el caso peruano, nos remite a un proceso aún más complejo: el de sanar las heridas provocadas por el conflicto armado interno vivido entre 1980 y el 2000. Este proceso, impulsado desde la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), no se limitó al esclarecimiento de hechos violentos o a la contabilización de víctimas. Su aporte más profundo fue el intento de confrontar, como sociedad, las causas estructurales del conflicto: desigualdad, exclusión, racismo, centralismo y debilidad institucional.

En su informe final, la CVR sostuvo con claridad que el conflicto no fue solo el resultado del accionar de grupos armados como Sendero Luminoso o el MRTA, sino también de un Estado históricamente indiferente a vastos sectores de la población, especialmente indígenas, campesinos y pobres de las zonas rurales andinas y amazónicas. La violencia fue posible, y en muchos casos tolerada, por una sociedad fragmentada, jerárquica y desigualmente valorada. La reconciliación, por tanto, no podía plantearse como una simple “vuelta a la normalidad”, sino como un proceso ético y político de transformación.

Este proceso puede ser comprendido como un intento de construcción de memoria colectiva, de restitución del lazo social y de reapropiación del sentido de ciudadanía. La CVR propuso una forma de democracia que no solo se construye en las instituciones, sino también en la capacidad de una sociedad para mirarse críticamente, asumir responsabilidades compartidas y reconstruir la dignidad de quienes fueron históricamente invisibilizados. En este sentido, el proceso de reconciliación abrió un horizonte de posibilidad que, aunque nunca se consolidó plenamente, ofrece claves fundamentales para comprender y afrontar la crisis actual.

Las fracturas sociales que hicieron posible la violencia política siguen vigentes, e incluso se han acentuado bajo nuevas formas. El discurso político está atravesado por estigmatizaciones, exclusiones y deslegitimaciones mutuas que remiten, en el fondo, a la dificultad de reconocerse como parte de un mismo cuerpo político. La negación del otro —sea este el “pueblo ignorante” o las “élites corruptas”— se ha vuelto cotidiano en el debate público. En este clima, pensar en una reconciliación no es un gesto de ingenuidad, sino una necesidad urgente.

Reconciliar no significa olvidar ni imponer consensos forzados. Significa, más bien, construir condiciones para la coexistencia en la diferencia, y para el reconocimiento mutuo en una sociedad profundamente diversa y plural. Implica también recuperar el valor de la escucha, del diálogo y de la deliberación, hoy desplazados por la lógica del enfrentamiento permanente.

Por ello, el proceso iniciado por la CVR debe ser reactivado no solo como ejercicio de memoria histórica, sino como marco ético para reconstruir lo político. La reparación simbólica y material, la justicia para las víctimas, la inclusión de las memorias locales y la dignificación del sufrimiento vivido son pasos aún pendientes, pero también son fundamentos necesarios para la reconstrucción de una democracia viva.

Más aún, en una sociedad desformal como la peruana, en la que las normas ya no organizan el sentido común ni las jerarquías institucionales gozan de legitimidad, la memoria y el reconocimiento pueden cumplir un papel estructurador: ofrecer una narrativa común que devuelva sentido a lo colectivo. En este sentido, el proceso de reconciliación debe ampliarse más allá de su marco transicional, para convertirse en un principio político de convivencia duradera.


III. Hacia una nueva agenda nacional

Frente al panorama de descomposición institucional, crisis de representación y desafección ciudadana que atraviesa el Perú, surge con fuerza la necesidad de plantear una nueva agenda nacional que articule dos procesos profundamente entrelazados: la reconstrucción institucional del Estado y la reconciliación social de la nación. Esta agenda no puede construirse desde una lógica exclusivamente tecnocrática ni desde reformas de corto plazo. Exige repensar el pacto social fundacional sobre el cual se construye la democracia, y abrir un espacio para que nuevas voces, memorias e identidades participen activamente en el diseño del futuro.

Esta necesidad de reconstruir no implica solo rediseñar instituciones, sino recuperar su legitimidad como mediadoras del interés colectivo. Esto supone fortalecer el sistema de partidos desde sus raíces: impulsando la formación cívica, el trabajo territorial, la deliberación interna, la articulación programática y la apertura a nuevos liderazgos, especialmente de jóvenes, mujeres, pueblos indígenas y sectores populares que históricamente han sido marginados de la toma de decisiones y considerados insignificantes.

A la vez, reconciliar no puede ser entendido únicamente como una tarea del pasado. Es, sobre todo, una exigencia del presente. Implica reconstruir el tejido social dañado por décadas de desigualdad, violencia y exclusión. Significa crear espacios de reconocimiento mutuo, de diálogo intercultural, de memoria compartida y de justicia social efectiva. La reconciliación no debe quedar encerrada en los márgenes de los procesos de posconflicto: debe convertirse en un principio organizador del nuevo proyecto de país.

En este contexto, el concepto de sociedad desformal, propuesto por Danilo Martuccelli, cobra especial relevancia. La informalidad no solo es un fenómeno económico o jurídico, sino también cultural y político. El Perú se ha transformado en una sociedad donde las reglas ya no orientan comportamientos, donde las instituciones no generan confianza y donde la vida pública se caracteriza por la improvisación. Sin embargo, esta misma desformalización abre un campo fértil para la innovación política. Allí donde el viejo orden ya no estructura el sentido común, se abren posibilidades para nuevas formas de representación, organización y participación. La pregunta que se impone es: ¿qué nuevas formas de política pueden surgir desde esta informalidad creativa, desde esta ruptura de las formas heredadas?


Conclusión: del colapso al horizonte, la crisis como posibilidad.

Aunque el Perú atraviesa un periodo de caos, incertidumbre y desgaste institucional, no todo en este presente es colapso. También es un momento liminar, de transformación profunda, donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo aún no ha nacido. En ese sentido, esta crisis puede ser leída no solo como síntoma de decadencia, sino también como una oportunidad histórica para construir una identidad nacional más profunda, más plural y más democrática.

La experiencia histórica del país demuestra que los grandes procesos de transformación surgen en contextos de trauma colectivo. La Reconstrucción Nacional luego de la guerra con Chile no fue solo una tarea material, sino también simbólica: dio lugar a los primeros proyectos modernos de país. Del mismo modo, el proceso de Reconciliación posterior al conflicto armado abrió el debate sobre las deudas sociales y las exclusiones estructurales. Hoy, en medio de una crisis de régimen y de sentido, se abre la posibilidad de articular ambos legados: reconstruir las instituciones políticas mientras se reconcilia a la ciudadanía con su historia, su diversidad y su futuro compartido.

Desde esta perspectiva, el Perú tiene frente a sí el reto y la posibilidad de dar origen a una nueva generación política, a nuevas formas de hacer política, y a partidos que, lejos del oportunismo y la fragmentación, sean expresión de un país que se reconoce en su pluralidad, que aprende de su pasado, y que es capaz de imaginar un destino común.


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